LA HISTORIA DE LA VIDA DE JOHN WESLEY

IINTRODUCCIÓN

Historia de la vida de John Wesley: John Wesley nació el diecisiete de junio de 1703, en Epworth, Inglaterra, el decimoquinto de diecinueve hijos de Charles y Suzanna Wesley. El padre de Wesley era predicador, y la madre de Wesley era una mujer notable en cuanto a sabiduría e inteligencia. Era una mujer de profunda piedad y crió a sus pequeños en estrecho contacto con las historias de la Biblia, contándolas ya alrededor del hogar de la habitación de los niños. También solía vestir a los niños con sus mejores ropas los días en que tenían el privilegio de aprender su alfabeto como introducción a la lectura de las Sagradas Escrituras.
El joven Wesley era apuesto y varonil, y le encantaban los juegos y en particular el baile. En Oxford fue un líder, y durante la última parte de su estancia allí fue uno de los fundadores del «Santo Club», una organización de estudiantes serios. Su naturaleza religiosa se profundizó con el estudio y la experiencia, pero no fue hasta años después de dejar la universidad y entrar bajo la influencia de los escritos de Lutero que sintió haber entrado en las plenas riquezas del Evangelio.
El y su hermano Charles fueron enviados a Georgia por la Sociedad para la Propagación del Evangelio, y allí los dos desarrollaron sus capacidades como predicadores.
Durante su navegación se encontraron en compañía de varios Hermanos Moravos, miembros de la asociación recientemente renovada por la actividad del Conde Zinzendorf. John Wesley observó en su diario que en una gran tempestad, cuando todos los ingleses a bordo perdieron enteramente la compostura, estos alemanes lo impresionaron con su calma y total resignación a Dios. También observó la humildad de ellos bajo tratos insultantes.
Fue al volver a Inglaterra que entró en aquellas más profundas experiencias y que desarrolló aquellos maravillosos poderes como predicador popular, que le hicieron un líder nacional. En aquel tiempo se asoció asimismo con George Whitefield, de fama imperecedera por su maravillosa elocuencia.
Lo que llevó a cabo bordea en lo increíble. Al entrar en su año octogésimo quinto, le dio las gracias a Dios por ser casi tan vigoroso como siempre. Lo adscribía en la voluntad de Dios, al hecho dj que siempre había dormido profundamente a que se había levantado durante sesenta años a las cuatro de la mañana y que por cincuenta años predicó cada mañana a las cinco. Apenas en su vida sintió algún dolor, resquemor o ansiedad. Predicaba dos veces al día, y a menudo tres y cuatro veces. Se ha estimado que cada año viajó cuatro mil quinientas millas inglesas, la mayoría a lomo de caballos.
Los éxitos logrados por la predicación Metodista tuvieron que ser alcanzados a través de una larga serie de años, y entre las más acerbas persecuciones. En casi todas las partes de Inglaterra se vio enfrentado al principio por el populacho que le apedreaba, y con intentos de herirle y matarle. Sólo en ocasiones hubo intervenciones de la autoridad civil. Los dos Wesleys se enfrentaron a todos estos peligros con un asombroso valor, y con una serenidad igualmente asombrosa. Lo más irritante era el amontonamiento de calumnias e insultos de parte de los escritores de aquella época. Estos libros están totalmente olvidados.
Wesley había sido, en su juventud, un eclesiástico de la iglesia alta, y siempre estuvo profundamente adherido a la Comunión Establecida. Cuando vio necesario ordenar predicadores, se hizo inevitable la separación de sus seguidores de la iglesia oficial. Pronto recibieron el nombre de «Metodistas» debido a la peculiar capacidad organizativa de su líder y a los ingeniosos métodos que aplicaba.
La comunión Wesleyana, que después de su muerte creció hasta constituir la gran Iglesia Metodista, se caracterizaba por una perfección organizativa casi militar.
Toda la dirección de su denominación siempre en crecimiento descansaba sobre el mismo Wesley. La conferencia anual, establecida en 1744, adquirió un poder de gobierno sólo a la muerte de Wesley. Chades Wesley hizo un servicio incalculable a la sociedad con sus himnos. Introdujeron una nueva era a la himnología de la Iglesia de Inglaterra. John Wesley dividió sus días entre su trabajo de dirigir a la Iglesia, su estudio (porque era un lector incansable), a viajar, y a predicar.
Wesley era incansable en sus esfuerzos por diseminar conocimientos útiles a través de su denominación. Planificó la cultura intelectual de sus predicadores itinerantes y maestros locales, y para escuelas de instrucción para los futuros maestros de la Iglesia. El mismo preparó libros para su uso popular acerca de historia universal, historia de la Iglesia, e historia natural. En esto Wesley fue un apóstol de la unión de la cultura intelectual con la vida cristiana. Publicó también los más madurados de sus sermones y varias obras teológicas. Todo esto, tanto por su profundidad y penetración mental, como por su pureza y precisión de estilo, excitan nuestra admiración.
John Wesley era persona de estatura ordinaria, pero de noble presencia. Sus rasgos eran muy apuestos, incluso en su ancianidad. Tenía una frente ancha, nariz aquilina, ojos claros y una complexión lozana. Sus modales eran corteses, y cuando estaba en compañía de gentes cristianas se mostraba relajado. Los rasgos más destacados de su carácter eran su amor persistente y laborioso por las almas de los hombres, la firmeza, y la tranquilidad de espíritu. Incluso en controversias doctrinales exhibía la mayor calma. Era amable y muy generoso. Ya se ha mencionado su gran laboriosidad. Se calcula que en los últimos cincuenta y dos años de su vida predicó más de cuarenta mil sermones.
Wesley trajo a pecadores al arrepentimiento en tres reinos y dos hemisferios. Fue obispo de una diócesis sin comparación con ninguna de la Iglesia Oriental u Occidental. ¿Qué hay en el ámbito de los esfuerzos cristianos -misiones foráneas, misiones interiores, tratados y literatura cristiana, predicación de campo, predicación itinerante, estudios bíblicos y lo que sea que no filera intentado por John Wesley, que no fuera abarcado por su poderosa mente mediante la ayuda de su Divino Conductor?
A él le fue concedido avivar la Iglesia de Inglaterra cuando había perdido de vista a Cristo el Redentor, llevándola a una renovada vida cristiana. Al predicar la justificación y renovación del alma por medio de la fe en Cristo, levantó a muchos de las clases más humildes de la nación inglesa desde su enorme ignorancia y malos hábitos, transformándolos en cristianos fervorosos y fieles. Sus infatigables esfuerzos se hicieron sentir no sólo en Inglaterra, sino también en América y en la Europa continental. No sólo se deben al Metodismo casi todo el celo existente en Inglaterra por la verdad y vida cristiana, sino que la actividad agitada en otras partes de la Europa Protestante podemos remontarla, indirectamente al menos, a Wesley.
Murió en 1791, después de una larga vida de incesantes labores y de desprendido servicio. Su ferviente espíritu y cordial hermandad siguen sobreviviendo en el cuerpo que mantiene afectuosamente su nombre.

LAS PERSECUCIONES EN EL SUR DE FRANCIA

Las persecuciones contra los protestantes franceses en el sur de Francia, durante los años 1814 y 1820.

La persecución en esta parte protestante de Francia prosiguió con pocas interrupciones desde la revocación del edicto de Nantes, por Luis XIV, hasta un periodo muy breve antes del comienzo de la Revolución Francesa. En el año 1785, M. Rebaut St. Etienne y el célebre M. de la Fayette fueron de las primeras personas en interesarse ante la corte de Luis XVI para eliminar el azote de la persecución contra esta sufriente gente, los habitantes del sur de Francia.
Tal era la oposición de parte de los católicos y de los cortesanos, que no fue hasta el final del año 1790 que los protestantes se vieron libres de sus alarmas. Antes de esto, los católicos, en particular en Nimes, habían recurrido a las armas. Nimes había presentado un terrible espectáculo: Hombres armados corriendo por todas partes de la ciudad, disparando desde las esquinas, y atacando a todos los que encontraban, con espadas y horcas.
Un hombre llamado Astuc fue herido y echado al acueducto. Baudon cayó bajo los repetidos golpes de bayonetas y sables, y su cuerpo fue echado también al agua; Boucher, un joven de sólo diecisiete años de edad, fue muerto de un disparo mientras miraba desde su ventana; tres electores fueron heridos, uno de ellos de consideración; otro elector fue herido, y otro escapó a la muerte declarando varias veces que era católico; un tercero recibió tres heridas de sable, y fue llevado a su casa terriblemente mutilado.
Los ciudadanos que huían eran detenidos por los católicos en los caminos, y obligados a dar prueba de su religión antes de concedérseles la vida. M. y Madame Vogue estaban en su casa de campo que los fanáticos forzaron, y mataron a ambos, destruyendo su vivienda. Blacher, un protestante de setenta años, fue despedazado con una hoz; al joven Pyerre, que llevaba unos alimentos a su hermano, le preguntaron: «¿Católico o Protestante?» Al responder «Protestante», uno de aquellos monstruos disparó contra el chico, que cayó. Uno de los compañeros del asesino le dijo.
«Igual podrías haber matado un cordero.» «He jurado,» repuso el otro, «matar a cuatro protestantes como mi parte, y éste contará como uno de ellos.» Sin embargo, como estas atrocidades llevaron a las tropas a unirse en defensa del pueblo, cayó una terrible venganza sobre el partido católico que había tomado armas, lo cual, junto con otras circunstancias, como la tolerancia ejercida por Napoleón Bonaparte, los refrenó totalmente hasta el año 1814, cuando el inesperado regreso del antiguo régimen volvió a unirlos bajo las antiguas banderas.

LA LLEGADA DEL REY LUIS XVIII A PARÍS

Esta llegada se supo en Nimes el trece de abril de 1814. Al cabo de un cuarto de hora se veía por todas partes la escarapela blanca, ondeaba la bandera blanca en los edilicios públicos, en los espléndidos monumentos de la antigüedad, e incluso en la torre de Mange, fuera de las murallas de la ciudad. Los protestantes, cuyo comercio había sufrido durante la guerra, estuvieron entre los primeros en unirse al regocijo general, y en enviar su adhesión al senado, y al cuerpo legislativo, y varios de los departamentos protestantes enviaron mensajes al trono, pero desafortunadamente M. Froment estaba de nuevo en Nimes en aquel tiempo, con muchos fanáticos dispuestos a seguirle, y la ceguera y la furia del siglo dieciséis rápidamente tomaron el lugar de la filantropía del siglo diecinueve. En el acto se trazó una línea de distinción entre personas de diferentes persuasiones religiosas; el espíritu de la antigua Iglesia Católica era de nuevo regular la parte que cada uno hubiera de tener de estima y de seguridad.
La diferencia de religión iba ahora a gobernarlo todo; e incluso los criados católicos que habían servido a protestantes con celo y afecto comenzaron a descuidar sus deberes o a llevarlos a cabo con desgana y hostilidad. En los festejos y espectáculos dados a cuenta del erario público, se usó la ausencia de los protestantes para acusarlos de deslealtad; y en medio de clamores de Vive le Roi se oyeron los clamores disonantes de A bas le Maire, abajo el alcalde. M. Castletan era protestante; apareció en público con el prefecto M. Ruland, que era católico, y le echaron patatas, y la gente dijo que debía dimitir de su cargo, Los fanáticos de Nimes lograron incluso que se presentara un mensaje al rey, en el que decían que en Francia sólo debía haber un Dios, un rey y una fe. En esto fueron imitados por los católicos de varias ciudades.

LA HISTORIA DEL NIÑO DE PLATA.

Para este tiempo, M. Barón, consejero de la Cuor Royale de Nimes, adoptó el plan de dedicar a Dios un niño de plata, si la Duquesa de Angulema daba un príncipe a Francia. Este proyecto fue adoptado como un voto religioso público, que era tema de conversación en público y en privado, mientras que varias personas, con la imaginación encendida por este proyecto, corrían por las calles gritando Vivent les Bourbons, «Vivan los Borbones.» Como consecuencia de este desenfreno supersticioso, se dice que en Alais se aconsejó e instigó a las mujeres para que envenenaran a sus maridos protestantes, y al final se encontró conveniente acusarlos de crímenes políticos. Ya no podían aparecer en público sin ser insultados e injuriados. Cuando el populacho se encontraba con protestantes, los tomaban y bailaban alrededor de ellos con un bárbaro regocijo, y en medio de repetidos gritos de Vive le Roi cantaban versos cuyo sentido era: «Nos lavaremos las manos en sangre protestante, y haremos morcillas con la sangre de los hijos de Calvino.»
Los ciudadanos que salían a los paseos buscando aire y frescura fuera de las callejas cerradas y sucias eran ahuyentados con gritos de Vive le Roi, como si aquellos gritos pudieran justificar todos los excesos. Si los protestantes hacían referencia al estatuto, se les aseguraba sin ambages que de nada les serviría, y que sólo habían conseguido asegurar más su efectiva destrucción. Se oyó a personas de rango decir en público: «Se tiene que matar a todos los Hugonotes; esta vez se debe matar a sus hijos, para que no quede nadie de esta maldita raza.»
Es cierto, con todo, que no eran asesinados, sino tratados con crueldad; los niños protestantes no podían ya mezclarse en los juegos con los católicos, y ni siquiera se les permitía aparecer sin sus padres. Al oscurecer, las familias se encerraban en sus apartamentos, pero incluso entonces se lanzaban piedras contra sus ventanas. Cuando se levantaban por la mañana, no era inusual encontrar dibujos de horcas en sus puertas o paredes; y en las calles los católicos sostenían cuerdas ya enjabonadas delante de sus ojos, señalando a los instrumentos con los que esperaban y tramaban acabar con ellos.
Se pasaban pequeñas horcas o modelos de las mismas, y un hombre que vivía delante de uno de estos pastores exhibió uno de estos modelos en su ventana, y hacía signos bien significativos cuando pasaba el ministro. También colgaron en un cruce de caminos públicos una figura representando a un predicador protestante, y cantaban los más atroces cánticos debajo de su ventana.
Hacia el final del carnaval se había incluso formado el plan de hacer una caricatura de cuatro ministros del lugar, y quemados en efigie; pero esto fue impedido por el alcalde de Nimes, que era protestante. Una terrible canción fue presentada al prefecto, en la lengua de la región, con una traducción falsa, e impresa con su aprobación, y tuvo mucha aceptación antes que él se diera cuenta del error al que había sido llevado. El sexagésimo tercer regimiento de línea fue públicamente censurado e insultado por haber protegido a los protestantes en cumplimiento de las órdenes recibidas. De hecho, los protestantes parecían ovejas destinadas al matadero.

LAS ARMAS CATÓLICAS EN BEAUCAIRE

En mayo de 1815, muchas personas de Nimes pidieron una asociación federativa similar a la de Lyon, Grenoble, París, Aviñón y Montpelier, pero esta federación acabó aquí tras una efímera e ilusoria existencia de catorce días. Mientras tanto, un gran partido de zelotes católicos se habían armado en Beaucaire, y pronto llevaron sus patrullas tan cerca de las murallas de Nimes «que alarmaron a los habitantes.» Estos católicos pidieron ayuda a los ingleses que se encontraban fondeados frente a Marsella, y obtuvieron la donación de mil mosquetes, diez mil cartuchos, etc. Sin embargo, el General Gilly fue pronto enviado contra estos partisanos, impidiéndoles llegar a mayores concediéndoles un armisticio.
Sin embargo, cuando Luis XVIII hubo vuelto a París, tras el final del reinado de Napoleón de cien días, y parecieron establecerse la paz y aminorarse los espíritus partidistas, incluso en Nimes, bandas de Beaucaire se unieron a Trestaillon en esta ciudad, para cumplir la venganza premeditada durante tanto tiempo. El General Gilly había dejado el departamento hacia ya varios días; las tropas que dejó tras de sí habían asumido la escarapela blanca, y esperaban nuevas órdenes, mientras que los nuevos comisionados habían sólo de proclamar el cese de las hostilidades y el total establecimiento de la autoridad real. Fue en vano; no aparecieron comisionados, no llegaron despachos para calmar y regular la mente del público; pero hacia la tarde entró en la ciudad la vanguardia de los bandidos, que ascendían a varios cientos, indeseados pero sin que se les hiciera oposición.
Mientras marchaban sin orden ni disciplina, cubiertos con ropas o harapos multicolores, adornados con escarapelas, no blancas, sino blancas y verdes, armados con mosquetes, sables, horcas, pistolas y guadañas, borrachos y manchados de la sangre de los protestantes que habían encontrado por el camino, presentaban un aspecto de lo más repelente y pavoroso. En la plaza abierta delante de los cuarteles, se unieron a estos bandidos el populacho armado de la ciudad, encabezados por Jaques Dupont, comúnmente llamado Trestaillon.
Para ahorrar derramamientos de sangre, la guarnición de alrededor de quinientos hombres consintió capitular, y salió abatida e indefensa; pero cuando habían pasado alrededor de cincuenta, la canalla comenzó a disparar a discreción contra sus confiadas victimas, totalmente carentes de protección; casi todos murieron o fueron heridos, pero una cantidad muy pequeña pudieron volver a entrar en el patio antes de que se cerraran de nuevo los portones de la guarnición.
Estas fueron de nuevo forzadas en un instante, y fueron muertos todos los que no pudieron izarse sobre los tejados o saltar a los jardines adyacentes. En una palabra, se encontraron con la muerte a cada recodo y de todas las formas, y esta matanza ejecutada por los católicos rivalizó en crueldad y sobrepasó en perfidia a los crímenes de los septembristas de París y las degollinas jacobinas de Lyon y Aviñón. Tuvo la marca no sólo del fervor de la Revolución sino también de la sutileza de la liga, y quedará durante largo tiempo como mancha sobre la historia de la segunda restauración.

MATANZA Y PILLAJE EN NIMES

Nimes exhibía ahora una escena de lo más terrible de ultraje y carnicería, aunque muchos de los protestantes habían huido al Convennes y al Gardonenque. Las casas de campo de los señores Rey, Guiret y otras habían sido saqueadas, y los habitantes tratados con una barbarie despiadada. Dos partidos habían saciado sus salvajes inclinaciones en la granja de Madame Frat; el primero, tras comer, beber y romper el mobiliario, anunció la llegada de sus camaradas, «en comparación con los cuales,» dijeron, «a ellos los considerarían misericordiosos.»
Quedaron tres hombres y una anciana en el lugar; al ver llegar a la segunda compañía, dos de los hombres huyeron. «¿Eres católica?», le preguntaron dos de los bandidos a la anciana. «Si.» «Entonces, repite tu Pater y tu Ave.» Aterrorizada como estaba, vaciló, y en el acto le dieron un culatazo con un mosquete. Al volver en sí, huyó de la casa, pero se encontró con Ladet, el viejo valet de ferme, que traía una ensalada que sus atacantes le habían ordenado preparar. En vano trato de persuadirle para que huyera. «¿Eres protestante?» le preguntaron. «Si. » Descargándole un mosquete encima, cayó herido, pero no muerto.
Para consumar su obra, aquellos monstruos encendieron un fuego con paja y tablones, echaron a su víctima aún viva en las llamas, y lo dejaron morir en las más atroces agonías. Luego se comieron la ensalada, la tortilla, etc. Al siguiente día, algunos trabajadores, viendo la casa abierta y abandonada, entraron, y descubrieron el cuerpo medio consumido de Ladet. El prefecto de Gard, M. Darbaud Jouques, tratando de paliar los crímenes de los católicos, tuvo la audacia de afirmar que Ladet era católico; pero esto fue contradicho públicamente por dos de los pastores de Nimes.
Otra partida cometió un terrible asesinato en St. Cezaire, matando a Imbert la Plume, marido de Suzon Chivas. Lo encontraron al volver de trabajar en los campos. El cabecilla le prometió perdonarle la vida, pero insistió en que debía llevarlo a la cárcel de Nimes. Viendo, sin embargo, que los de la partida estaban decididos a matarle, asumió su carácter natural, y siendo un hombre fuerte y valiente, se adelantó, y exclamó: «¡Vosotros sois unos bandidos! ¡Fuego!» Cuatro de ellos dispararon y él cayó pero no muerto; y mientras estaba aun con vida le mutilaron el cuerpo; y luego, pasando una cuerda a su alrededor, lo arrastraron, atado a un cañón del que se habían apoderado. No fue hasta después dj ocho días que sus parientes supieron de su muerte. Cinco personas dj la familia de Chivas, todos ellos casados y padres de familia, fueron muertos en el curso de pocos días.
El inmisericorde trato de las mujeres, en esta persecución en Nimes, fue de tal naturaleza que habría ofendido a cualesquiera salvajes que hubieran sabido de ello las viudas Rivet y Bernard fueron obligadas a entregar enormes cantidades dj dinero la casa dj la señora Lecointe fue devastada, y sus bienes destruidos. La señora F. Didier vio su vivienda saqueada y casi arrasada hasta rás de tierra. Una partida de estos fanáticos visitó a la viuda Perrin, que vivía en una pequeña granja en los molinos de viento; tras cometer todo tipo de devastaciones, atacaron incluso el camposanto, que contenía los muertos de la familia. Sacaron los ataúdes y desparramaron su contenido por campos colindantes. En vano recogió esta ultrajada viuda los huesos de sus antepasados para volverlos a poner en su lugar; de nuevo los exhumaron; finalmente, después de varios inútiles intentos, quedaron desparramados sobre la superficie de los campos.

DECRETO REGIO EN FAVOR DE LOS PERSEGUIDOS.

Por fin fue recibido en Nimes el decreto de Luis XVIII que anulaba todos los poderes extraordinarios conferidos ya por el rey, por los príncipes, o agentes subordinados, y las leyes iban ahora a ser administradas por los órganos regulares, y llegó un nuevo prefecto para ponerlas en vigor. Pero a pesar de las proclamaciones, la obra de destrucción, detenida por un momento, no fue abandonada, sino que pronto fue reanudada con renovado vigor y efecto. El treinta de julio, Jacques Combe, padre de familia, fue muerto por algunos de la guardia nacional de Rusau, y el crimen fue tan público que el comandante de la partida devolvió a la familia el libro de notas de bolsillo, y los papeles del fallecido. Al día siguiente multitudes amotinadas llenaron la ciudad y sus suburbios, amenazando a los pobres aldeanos; y el primero de agosto los mataron sin oposición.
Por el mediodía de aquel mismo día, seis hombres armados, encabezados por Truphemy, el carnicero, rodearon la casa de Monot, un carpintero; dos de la partida, que eran herreros, habían estado trabajando en la casa el día antes, y habían visto a un protestante que se había refugiado allí, M. Bourillon, que había sido teniente del ejército, y que se había retirado con una pensión. Era hombre de excelente carácter, pacífico e inofensivo, y nunca había servido al emperador Napoleón. Se lo tuvieron que señalar a Truphemy, que no lo conocía, mientras compartía el frugal desayuno con la familia.
Truphemy le ordenó que fuera con él, añadiendo: «Tu amigo Saussine ya está en el otro mundo.» Truphemy lo puso en medio de su tropa, y arteramente le ordenó que gritara Vive l'Empereur, lo cual rehusó, añadiendo que nunca había servido al emperador. En vano las mujeres y los niños de la casa intercedieron por su vida, encomiando sus gentiles y virtuosas cualidades. Fue llevado a la Esplanada y tiroteado, primero por Truphemy, y luego por los demás. Varias personas se acercaron, atraídas por el ruido de los disparos, pero fueron amenazadas con una suerte similar.
Después de un cierto tiempo se fueron los bandidos, al grito de Vive le Roi. Algunas mujeres se encontraron con ellos, y al ver a una de ellas dolorida, le dijo Truphemy: «Hoy he matado a siete, y tú, si dices una palabra, serás la octava.» Pierre Courbet, un tejedor, fue arrancado de su telar por una banda armada, y muerto de un tiro en su propia puerta. Su hija mayor fue abatida con la culata de un mosquete; y a su mujer le tuvieron puesto un puñal junto al pecho mientras los bandidos saqueaban su vivienda. Paul Heraut, sedero, fue literalmente despedazado en presencia de una gran multitud y en medio de los impotentes temores y lágrimas de su mujer y de sus cuatro pequeños hijos. Los asesinos sólo dejaron el cadáver para volver a la casa de Heraut y apoderarse de todo lo que fuera de valor. El número de asesinatos aquel día no puede determinarse. Una persona vio seis cadáveres en el Cours Neuf y nueve fueron llevados al hospital.
Si algún tiempo después los asesinatos se hicieron menos frecuente por algunos días, el pillaje y las contribuciones obligatorias fueron impuestos activamente. M. Salle d'Hombro fue despojado, en varias visitas, de siete mil francos; en una ocasión, cuando adució los grandes sacrificios que había hecho, el bandido le dijo, señalando a su pipa: «Mira, le pondré fuego a tu casa, y con eso,» dijo, blandiendo la espada, «acabaré contigo.» Ante estos argumentos no cabía discusión alguna. M. Feline, fabricante de sedas, fue despojado de treinta y dos mil francos oro, de tres mil francos plata, y de varias balas de seda.
Los pequeños tenderos estaban continuamente expuestos a visitas y exigencias de provisiones, de tejidos, o de cualquier cosa que vendieran. Y las mismas casas que incendiaban las casas de los ricos y destrozaban las vides de los agricultores destrozaban los telares del tejedor, y robaban las herramientas del artesano. La desolación reinaba en el santuario y en la ciudad. Las bandas armadas, en lugar de reducirse, aumentaban; los fugitivos, en lugar de volver, recibían constantes sobresaltos, y los amigos que les daban refugio eran considerados rebeldes.
Los protestantes que se quedaron fueron privados de todos sus derechos civiles y religiosos, e incluso los abogados y alguaciles tomaron la resolución de excluir a todos los de «la pretendida religión reformada» de sus cuerpos. Los que estaban empleados en la venta de tabaco perdieron sus licencias. Los diáconos protestantes encargados de los pobres fueron todos esparcidos. De cinco pastores sólo quedaron dos; uno de ellos se vio obligado a cambiar de residencia, y sólo podía aventurarse a administrar los consuelos de la religión o a llevar a cabo las funciones de su ministerio bajo el manto de la noche.
No satisfechos con estos tipos de tormento, publicaciones calumniosas y enardecedoras acusaron a los protestantes de levantar la proscrita bandera de las comunas y de invocar al caldo Napoleón; y naturalmente como siendo indignos de la protección de las leyes y del favor del monarca.
Después de esto, cientos de ellos fueron arrastrados a la cárcel sin siquiera una sola orden escrita; y aunque un diario oficial, llevando el título de Journal du Gard, fue establecido por cinco meses, mientras estuvo influenciado por el prefecto, el alcalde y otros funcionarios, la palabra «estatuto» no fue mencionada una sola vez en él. Al contrario, uno de sus primeros números describió a los sufrientes protestantes como «cocodrilos, que sólo lloran de ira y lamentando que no tengan más víctimas que devorar; como personas que habían sobrepasado a Danton, a Marat y a Robespierre en hacer el mal; y que habían prostituido a sus hijas a la guarnición para ganársela para Napoleón.» Un extracto de este artículo, impreso con la corona y las armas de los Borbones, fue voceado por las calles, y su vendedor iba adornado con la medalla de la policía.

PETICIÓN DE LOS REFUGIADOS PROTESTANTES

A estos reproches es oportuno oponer la petición que los refugiados protestantes en París presentaron a Luis XVIII en favor de sus hermanos en Nimes.
«Ponemos a vuestros pies, sire, nuestros agudos sufrimientos. En vuestro nombre son degollados nuestros conciudadanos, y sus propiedades son devastadas. Aldeanos engañados, en pretendida obediencia a vuestras órdenes, se reunieron bajo las órdenes de un comisionado designado por vuestro augusto sobrino. Aunque estaban listos para atacamos, fueron recibidos con seguridades de paz. El quince de julio de 1815 supimos de la llegada de vuestra majestad a París, y la bandera blanca ondeó de inmediato en nuestros edificios. La tranquilidad pública no había sido perturbada, cuando entraron campesinos armados.
La guarnición capituló, pero fueron asaltados al retirarse, y fueron muertos casi todos. Nuestra guardia nacional fue desarmada, la ciudad quedó llena de extraños, y las casas de los principales habitantes, que profesan la religión reformada, fueron atacadas y saqueadas. Acompañamos la lista. El terror ha hecho huir de nuestra ciudad a los más respetables ciudadanos.
Vuestra majestad ha sido engañado si no han puesto delante de vos la imagen de los horrores que transforman en desierto vuestra buena ciudad de Nimes. De continuo tienen lugar proscripciones y arrestos, y la verdadera y única causa es la diferencia de opiniones religiosas. Los calumniados protestantes son los defensores del trono. Vuestro sobrino ha visto a nuestros hijos bajo sus banderas; nuestras fortunas han sido puestas en sus manos.
Atacados sin razón, los protestantes no han dado, ni siquiera por una justa resistencia, el fatal pretexto a la calumnia de parte de sus enemigos. ¡Salvadnos, sire! Extinguid la llama de la guerra civil; una sola acción de vuestra voluntad restaurará a la existencia política a una ciudad interesante por su población y por sus productos. Demandad cuenta de su conducta a los cabecillas que han traído tales desgracias sobre nosotros. Ponemos ante vuestros ojos todos los documentos que nos han llegado. El temor paraliza los corazones y apaga las quejas de nuestros conciudadanos. Puestos en una situación más segura, nos aventuramos a levantar nuestra voz en favor de ellos,» etc., etc.

MONSTRUOSOS ULTRAJES CONTRA LAS MUJERES.

En Nimes es cosa bien sabida que las mujeres lavan sus ropas bien en las fuentes, bien en las riberas de los ríos. Hay un gran lavadero cerca de la fuente, donde se puede ver a muchas mujeres cada día, arrodilladas al borde del agua, y golpeando sus ropas con pesadas palas de madera en forma de raquetas. Este lugar llegó a ser el escenario de las prácticas más vergonzosas e indecentes.
La canalla católica volvía las enaguas de las mujeres por encima de sus cabezas, y las ataba de manera que continuaran expuestas y sometidas a una nueva clase de tormento; porque, poniendo clavos en la madera de las paletas de lavar en forma de flor de lis, las golpeaban hasta que manaba la sangre de sus cuerpos y sus gritos desgarraban el aire. A menudo se pedía la muerte como fin de este ignominioso castigo, que era rehusada con maligno regocijo. Para llevar este ultraje hasta su mayor grado posible, se empleó esta tortura contra algunas que estaban embarazadas.
La escandalosa naturaleza de estos ultrajes impedía a muchas de las que lo habían sufrido hacerlo público, y especialmente relatar sus circunstancias más agravantes. «He visto,» dice M. Duran, «a un abogado católico acompañando a los asesinos de Bourgade, armar una batidora con aguzados clavos en forma de fleur-de-lis; les he visto levantar los vestidos a las mujeres, y aplicarles a sus cuerpos ensangrentados estas batidoras, con fuertes golpes, a la que dieron un nombre que mi pluma rehúsa registrar. Nada podía detenerlos, ni los clamores de las atormentadas mujeres, la efusión de sangre, los murmullos de indignación suprimidos por el temor. Los cirujanos que atendieron a las mujeres que habían muerto pueden testificar, por las marcas de sus heridas, qué agonías deben haber soportado; esto, por terrible que parezca, es sin embargo estrictamente cierto.
Sin embargo, durante el progreso de estos horrores y de estas obscenidades, tan deshonrosas para Francia y la religión católica, los agentes del gobierno tenían poderosas fuerzas a su mando, con las que, si las hubieran empleado rectamente, habrían podido restaurar la tranquilidad. Sin embargo, prosiguieron los asesinatos y los robos, que fueron tolerados por los magistrados católicos, con bien pocas excepciones; es cierto que las autoridades administrativas usaron palabras en sus proclamaciones, etc., pero nunca ejercieron acciones para detener las atrocidades de los perseguidores, que declararon desvergonzadamente que el día veinticuatro, el aniversario de San Bartolomé, tenían la intención de hacer una matanza general. Los miembros de la Iglesia Reformada se llenaron de terror, y en lugar de tomar parte en la elección de diputados, estuvieron ocupados tanto como pudieron para proveer a su seguridad personal.

ULTRAJES COMETIDOS EN LOS PUEBLOS, ETC.

Dejamos Nimes ahora para examinar la conducta de los perseguidores en la región alrededor. Después del restablecimiento del gobierno monárquico, las autoridades locales se distinguieron por su celo y diligencia en apoyar a sus patronos, y bajo los pretextos de rebelión, ocultación de armas, impago de contribuciones, etc., se permitió a las tropas, a la guardia nacional y al populacho armado saquear, arrestar y asesinar a pacíficos ciudadanos, no meramente con impunidad, sino con aliento y aprobación.
En el pueblo de Milhaud, cerca de Nimes, se obligó frecuentemente a los habitantes a pagar grandes sumas para evitar ser saqueados. Sin embargo, esto no valió para nada en casa de Madame Teulon. El domingo dieciséis de julio fueron devastadas su casa y propiedades. Se llevaron o destruyeron sus valiosos muebles, quemaron la paja y la madera, y exhumaron el cuerpo de un niño, enterrado en el jardín, y lo arrastraron alrededor de un fuego encendido por el populacho. Fue con gran dificultad que la señora Teulon escapo con su vida.
M. Picherol, otro protestante, había ocultado algunos de sus bienes en casa de un vecino católico. Atacaron su casa, y aunque respetaron todas las propiedades del último, las de su amigo fueron saqueadas y destruidas. En el mismo pueblo, uno de los de la partida, dudando de si el señor Hermet, un sastre, era el hombre al que buscaban, preguntaron: «¿Es un protestante?» Al reconocerlo, dijeron: «Muy bien.» Y lo asesinaron en el acto. En el cantón de Vauvert, donde había una iglesia consistorial, extorsionaron ochenta mil francos.
En las comunas de Beauvoisin y Generac un puñado de libertinos cometieron excesos similares, bajo la mirada del alcalde y a los gritos de ¡Vive le Roi! St. Gilles fue escenario de las iniquidades más desalmadas. Los protestantes, los más ricos de los habitantes, fueron desarmados, mientras sus casas eran saqueadas. Apelaron al alcalde, pero éste se rió y se fue. Este oficial tenía a su disposición una guardia nacional de varios cientos de hombres, organizada bajo sus propias órdenes. Sería fatigoso leer la lista de los crímenes que tuvieron lugar durante muchos meses. En Clavisson, el alcalde prohibió a los protestantes la' práctica de cantar los Salmos que se acostumbraba celebrar en el templo, para que, como dijo, no se ofendiera ni perturbara a los católicos.
En Sommieres, a unas diez millas de Nimes, los católicos hicieron una espléndida procesión a través de la población, que continuó hasta el atardecer, y que fue seguida por el saqueo de los protestantes. Al llegar tropas forasteras a Sommieres, se reanudó la pretendida búsqueda de armas; se obligaba a los que no poseían mosquetes a comprarlos, con el propósito de que los rindieran, y se les acuartelaron soldados en sus casas a seis francos diarios hasta que entregaran los artículos pedidos.
La iglesia protestante, que había sido cerrada, fue convertida en cuartel para los austriacos. Después de haber estado suspendido durante seis meses el servicio divino en Nimes, la iglesia, llamada Templo por los protestantes, fue reabierta, y se celebró el culto público en la mañana del veinticuatro de diciembre. Al examinar el campanario, se descubrió que alguien se había llevado el badajo de la campana. Al aproximarse la hora del servicio, se reunieron varios hombres, mujeres y niños ante la casa de M. Ribot, el pastor, y amenazaron con impedir el culto.
Cuando llegó la hora, dirigiéndose él hacia la iglesia, fue rodeado; se le lanzaron los más terribles gritos; algunas de las mujeres le echaron manos al cuello de la camisa; pero nada pudo perturbar su firmeza ni excitar su impaciencia. Entró en la casa de oración y subió al púlpito. Echaron piedras dentro y cayeron entre los adora-dores; sin embargo, la congregación permaneció tranquila y atenta, y el servicio continuó entre ruidos, amenazas e insultos.
Al salir, muchos habrían sido muertos si no hubiera sido por los cazadores de la guarnición, que los protegieron honrosa y celosamente. Poco después el señor Ribot recibió la siguiente carta del capitán de los cazadores.

2 ENERO, 1816.

«Lamento profundamente los prejuicios de los católicos contra los protestantes, de los cuales dicen que no aman al rey. Seguid actuando como lo habéis hecho hasta ahora, y el tiempo y vuestra conducta contradecirán de lo contrario a los católicos; si tuviera lugar algún tumulto similar al del sábado, informadme. Conservo mis informes de estos hechos, y si los agitadores resaltan incorregibles, y olvidan lo que deben al mejor de los reyes y al estatuto, cumpliré con mi deber e informaré al gobierno de sus actuaciones. Adiós, querido señor; dad al consistorio seguridades de mi estima, y de los sentimientos que abrigo acerca de la moderación con que afrontaron las provocaciones de los malvados de Sommieres. Tengo el honor de saludaros con respeto.

SUVAL DE LAINE.»

Este pastor recibió otra carta del Marqués de Montlord, el seis de enero, para alentarlo a unirse con todos los buenos hombres que creen en Dios para obtener el castigo de los asesinos, bandidos y perturbadores de la paz pública, y a leer públicamente las instrucciones que había recibido del gobierno a este efecto. A pesar de esto, el veinte de enero de 1816, cuando se celebró el servicio en conmemoración de la muerte de Luis XVI, formándose una procesión, los guardias nacionales dispararon contra la bandera blanca colgada de las ventanas de los protestantes, y terminaron el día saqueándolos.
En la comuna de Angargues, las cosas estaban aún peores; y en el de Fontanes, desde la entrada del rey en 1815, los católicos quebrantaron todos los compromisos con los protestantes; de día los insultaban, y de noche forzaban sus puertas, o las marcaban con tiza para ser saqueadas o quemadas. St. Mamert fue repetidamente visitada por estos saqueos, y en Montruiral, en fecha tan tardía como el dieciséis de junio de 1816, los protestantes fueron atacados, apaleados y encarcelados, por osar celebrar el regreso de un rey que había jurado preservar la libertad de religión y mantener el estatuto.

RELATO ADICIONAL DE LAS ACCIONES DE LOS CATÓLICOS EN NIMES

Los excesos perpetrados en el campo no parecen haber desviado en absoluto de Nimes la atención de los perseguidores. Octubre de 1815 comenzó sin mejora alguna en los principios o medidas del gobierno, y esto fue seguido por una presunción correspondiente por parte del pueblo. Varias casas en el Barrio St. Charles fueron saqueadas, y sus ruinas quemadas en las calles entre cantos, danzas y gritos de ¡Vive le Roi! Apareció el alcalde, pero la multitud pretendió no conocerle, y cuando se atrevió a reprenderlos, le dijeron «que su presencia era innecesaria, y que se podía retirar.» Durante el dieciséis de octubre, todos los preparativos parecían anunciar una noche de carnicería; se circularon de manera regular y confiada órdenes para reunirse y contraseñas para el ataque; Trestaillon pasó revista a sus secuaces, y los apremió a perpetrar sus crímenes, teniendo con uno de estos malvados el siguiente diálogo:
Secuaz. «Si todos los protestantes, sin excepción, han de ser muertos, me uniré a ello contento; pero como me has engañado tantas veces, no me moveré a no ser que hayan de morir todos. »
Trestaillon. «Pues acompáñame, porque esta vez no escapará nadie. »
Este horrendo propósito habría sido llevado a cabo si no hubiera sido por el General La Garde, comandante del departamento. No fue sino hasta las diez de la noche que se dio cuenta del peligro. Ahora vio que no podía perder un momento. Las multitudes estaban avanzando por 105 suburbios, y las calles se llenaban de rufianes, lanzando las más terribles imprecaciones. La generala sonó a las once de la noche, lo que añadió a la confusión que se estaba extendiendo por la ciudad. Unas cuantas tropas se reunieron alrededor del Conde La Garde, que estaba agitado por la mayor angustia al ver que el mal había llegado a tal paroxismo. Acerca de esto da M. Durand, un abogado católico, el siguiente relato:
«Era cerca de medianoche, mi mujer acababa de quedar dormida; yo estaba al lado de ella, escribiendo, cuando fuimos perturbados por un ruido distante. ¡Qué podía ser aquello! Para apaciguar su alarma, le dije que probablemente se trataba de la llegada o salida de algunas tropas de la guarnición. Pero se podían ya oír disparos y gritos, y al abrir mi ventana distinguí horribles imprecaciones mezcladas con gritos de ¡Vive le Roi! Desperté a un oficial que se alojaba en la casa, y a M. Chancel, director de Obras Públicas. Salimos juntos, Y llegamos al Boulevard.
La luna resplandecía brillantemente, y se veía todo casi tan claramente como de día; una enfurecida muchedumbre estaba dirigiéndose hacia la matanza jurada, y la mayor parte iban semidesnudos, armados con cuchillos, mosquetes, palos y sables. Como respuesta a mis indagaciones, me dijeron que la matanza era general, y que muchos habían sido ya muertos en los suburbios. M. Chancel se retiró para ponerse su uniforme como capitán de los Pompiers; los oficiales se retiraron a los cuarteles, y yo, intranquilo por mi mujer, me volví a casa. Por el ruido que ola, estaba convencido de que me seguían algunos. Me deslicé por la sombra de la pared, abrí la puerta de mi casa, entré y la cerré, dejando una pequeña abertura por la que podía vigilar los movimientos de la partida cuyas armas resplandecían bajo la luz de la luna.
Poco tiempo después aparecieron algunos hombres armados llevando un prisionero junto al mismo lugar donde yo estaba oculto. Se detuvieron, y yo cerré suavemente mi puerta y subí sobre una chopera plantada junto a la pared del jardín. ¡Qué escena! Un hombre de rodillas implorando clemencia a unos desalmados que se burlaban de su angustia y que lo cargaban de insultos. «¡En nombre de mi mujer y de mis hijos,» decía él, «dejadme! ¿Qué he hecho? ¿Por qué me habéis de asesinar por nada?» Estaba en este momento a punto de gritar y de amenazar a los asesinos con la venganza. Pero no tuve tiempo para decidirme, porque la descarga de varios fusiles acabó con mi indecisión; el infeliz suplicante, tocado en sus lomos y cabeza, cayó para no volverse a levantar.
Ahora los asesinos daban la espalda al árbol; se retiraron de inmediato, recargando sus armas. Yo descendí y me acerqué al moribundo, que estaba lanzando profundos y penosos suspiros. Llegaron algunos guardias nacionales en aquel momento, y de nuevo me retiré y cerré la puerta. «Veo un muerto,» dijo uno. «Todavía canta,» dijo el otro. «Mejor será,» dijo un tercero, «rematarlo y poner fin a sus sufrimientos.» De inmediato descargaron cinco o seis mosquetes, y los gemidos cesaron. Al día siguiente, las multitudes acudieron a inspeccionar e insultar al muerto. Los días después de una matanza se observaban siempre como una especie de fiesta, y se dejaban todas las ocupaciones para ir a contemplar las víctimas.» Este era Louis Lichare, padre de cuatro niños; cuatro años después de este acontecimiento, M. Durand verificó este relato bajo juramento durante el juicio de uno de los asesinos.

ATAQUE SOBRE LAS IGLESIAS PROTESTANTES

Un tiempo antes de la muerte del General La Garde, el duque de Angulema había visitado Nimes, y otras ciudades al sur, y en aquella primera ciudad honró a los miembros del consistorio protestante con una entrevista, prometiéndoles protección, y alentándolos a reabrir su templo, tanto tiempo cerrado. Tienen dos iglesias en Nimes, y se acordó que la mejor en esta ocasión sería la pequeña, y que se debería Omitir el toque de campanas. El General La Garde manifestó que respondería con su cabeza de la seguridad de la congregación.
Los protestantes se informaron en privado entre sí que volvería de nuevo a celebrarse el culto a las diez, y comenzaron a reunirse en silencio y con precaución. Se acordó que M. Juillerat Chasseur celebrara el servicio, aunque tal era su convicción de peligro que le rogó a su mujer, y a algunos de los de su grey, que se quedaran con sus familias. Siendo abierto el templo sólo como cuestión formal, y en obediencia a las órdenes del Duque de Angulema, este pastor deseaba ser la única víctima. Dirigiéndose al lugar, pasó junto a numerosos grupos que lo miraban ferozmente. «Esta es la oportunidad,» dijo uno, «de darles el último golpe.» «SI, » añadieron otros, «y no se deben perdonar ni a las mujeres ni a los niños.» Un malvado, levantando la voz por encima de los demás, exclamó: «Ah, voy a ir a buscar mi mosquete, y diez como mi parte.»
A través de estos sones amenazadores, M. Juillerat prosiguió su camino, pero cuando llegó al templo, el sacristán no se atrevió a abrir las puertas, y se vio obligado a abrirlas él mismo. Al llegar los adoradores, encontraron personas extrañas ocupando las calles adyacentes, y también en las escalinatas de la iglesia, jurando que no iban a celebrar su culto, y gritando: «¡Abajo los protestantes! ¡Matadlos! ¡Matadlos! » A las diez, la iglesia ya casi llena, M. J. Chasseur comenzó las oraciones. De repente, el ministro fue interrumpido con un ruido violento, mezclado con gritos de ¡Vive le Roi! pero los gendarmes consiguieron echar a estos fanáticos y cerrar las puertas. El ruido y los tumultos fuera se redoblaron, y los golpes del populacho que intentaba echar las puertas abajo hizo que la casa resonara con chillidos y gemidos. La voz de los pastores que trataban de consolar a su grey se hizo inaudible; en vano intentaron cantar el Salmo Cuarenta y dos.
Pasaron lentamente tres cuartos de hora. «Yo me puse,» dijo Madame Juillerat, «al pie del púlpito, con mi hija en mis brazos; Finalmente, mi marido se unió a mí y me dio alimentos; recordé desde el principio que era el aniversario de mi casamiento. Después de seis años de felicidad, me dije, estoy a punto de morir con mi marido y mi hija; seremos muertos ante el altar de nuestro Dios, víctimas de un deber sagrado, y el cielo se abrirá para recibimos a nosotros y a nuestros infelices hermanos. Bendije al Redentor, y sin maldecir a nuestros asesinos, esperé su llegada.»
M. Oliver, hijo de un pastor, oficial de las tropas reales de línea, intentó salir de la iglesia, pero los amistosos centinelas a la puerta le aconsejaron que permaneciera encerrado con el resto. Los guardias nacionales rehusaron actuar, y la fanática multitud aprovechaba todo lo que podía la ausencia del General La Garde y su creciente número. Al final se oyó música marcial, y voces desde fuera gritaron a los asediados, «¡Abrid, abrid y salvaos!» Su primera impresión fue temer una traición, pero pronto se les aseguró que un destacamento que volvía de Misa había sido dispuesto delante de la puerta para favorecer la salida de los protestantes.
La puerta fue abierta, y muchos de ellos escaparon entre las filas de los soldados, que habían empujado a la multitud fuera de allí; pero esta calle, así como las otras por las que tenían que pasar los fugitivos, Pronto volvió a quedar llena. El venerable pastor, Olivier Desmond, que estaba entre los setenta y ochenta años de edad, fue rodeado por asesinos; le pusieron puños sobre la cara, y gritaron: «Matad al jefe de los bandidos.» Fue preservado por la actitud firme de algunos oficiales, entre los que estaba su propio hijo; hicieron una barrera delante de él con sus propios cuerpos, y entre sus sables desenvainados lo llevaron a su casa. M. Juillerat, que había asistido al servicio divino con su mujer a su lado y con su hijo en sus brazos, fue perseguido y atacado con piedras, su madre recibió una pedrada en la cabeza, y su vida estuvo en ocasiones en peligro. Una mujer fue vergonzosamente azotada, y varias heridas y arrastradas por las calles; el número de protestantes más o menos maltratados en esta ocasión ascendieron entre unos setenta y ochenta.

ASESINATO DEL GENERAL LA GARDE

Al final se aplicó represión a estos excesos por el suceso del asesinato del Conde La Garde, que, al recibir noticia de este tumulto, montó en su caballo, y entró en una de las calles, para dispersar una multitud. Un villano tomó sus riendas; otro le encañonó con una pistola, casi tocándole, y chilló: «¡Miserable! ¿Tú harás que me retire?» Y disparó inmediatamente. El asesino fue Louis Boissin, un sargento de la guardia nacional; pero, aunque lo sabía todo el mundo, nadie trató de arrestarlo, y escapó. Cuando el general se vio herido, dio orden a la gendarmería para que protegiera a los protestantes, y se lanzó al galope hacia su alojamiento; pero se desmayó inmediatamente al llegar allí. Al recuperarse, impidió al cirujano que le examinara la herida hasta haber escrito una carta al gobierno, para que, en caso de muerte, se pudiera saber de dónde le había venido su herida, y que nadie osara acusar a los protestantes de este crimen.
La probable muerte de este general produjo un pequeño grado de relajación por parte de sus enemigos y alguna calma, pero la masa del pueblo se había entregado durante demasiado tiempo al libertinaje para sentirse refrenado siquiera por el asesinato del representante de su rey. Por la noche volvieron al templo, y con hachas abrieron la puerta. El amenazante son de sus golpes infundieron terror a los corazones de las familias protestantes refugiadas en sus casas, dados al llanto.
El contenido de la caja de limosnas fue robado, y también las ropas preparadas para su distribución; los ropajes del ministro fueron destrozados; los libros fueron rotos o llevados; las estancias fueron saqueadas, pero las habitaciones que contenían los archivos de la iglesia, y los sínodos, fueron providencialmente pasadas por alto; y si no hubiera sido por las muchas patrullas a pie, todo hubiera sido pasto de las llamas, y el edificio mismo un montón de ruinas. Mientras tanto, los fanáticos adscribieron el crimen del general a su propia devoción, y dijeron que «era la voluntad de Dios.» Se ofrecieron tres mil francos por la captura de Boissin; pero se sabía bien que los protestantes no osarían capturarlo, y que los fanáticos no querrían. Durante estos acontecimientos, el sistema de conversiones forzadas al catolicismo estaba progresando de una manera regular y temible.

INTERFERENCIA DEL GOBIERNO BRITÁNICO

Para crédito de Inglaterra, el conocimiento de estas crueles persecuciones llevadas a cabo contra nuestros hermanos protestantes en Francia produjeron tal sensación en el gobierno que les llevó a intervenir. Y ahora los perseguidores de los protestantes transformaron este acto espontáneo de humanidad y piedad en pretexto para acusar a los sufrientes de correspondencia traidora con Inglaterra; pero en este estado de acontecimientos, para gran desmayo de ellos, apareció una carta, enviada hacía algún tiempo a Inglaterra por el Duque de Wellington, diciendo que «existía mucha información acerca de los acontecimientos del sur.»
Los ministros de las tres denominaciones en Londres, anhelantes por no ser mal informados, pidieron a uno de sus hermanos que visitara las escenas de persecución, y que examinara con imparcialidad la naturaleza y extensión de los males que deseaban aliviar. El Rev. Clement Perot emprendió esta difícil tarea, y cumplió sus deseos con un celo, una prudencia y una devoción totalmente encomiables. A su regreso proveyó abundantes e irrefutables pruebas de una vergonzosa persecución, materiales para una apelación al Parlamento Británico, y un informe impreso que fue circulado por el continente, y que por primera vez dio una correcta información a los habitantes de Francia.
Se vio ahora que la intervención extranjera era de enorme importancia; y las declaraciones de tolerancia que suscitó en el gobierno de Francia, así como la actuación más cuidadosa de los perseguidores católicos, operó como reconocimientos decisivos e involuntarios de esta interferencia, que algunas personas al principio censuraron y menospreciaron, interferencia que manifestada en la dura voz de la opinión pública en Inglaterra y en otros lugares, produjo una correspondiente suspensión de la matanza y del pillaje; sin embargo, los asesinos y saqueadores quedaban aún sin castigar, e incluso eran aclamados y premiados por sus crímenes; y mientras que los protestantes en Francia sufrían las penas y castigos más crueles y degradantes por insignificantes faltas, los católicos, teñidos de sangre y culpables de numerosos y horrendos asesinatos, eran absueltos.
Quizá la virtuosa indignación expresada por algunos de los más ilustrados católicos contra estos abominables procedimientos tuvieron una parte no pequeña en refrenarlos. Muchos protestantes inocentes habían sido condenados a galeras, o habían sido castigados de otras maneras, por supuestos crímenes basados en declaraciones bajo juramento de desalmados sin principios ni temor de Dios. M. Madier de Montgau, juez de la cour royale de Nimes y presidente del tribunal de Gard y Vaucluse, se sintió obligado en una ocasión a levantar la sesión antes de aceptar el testimonio de un monstruo sanguinario tan notorio como Truphemy.
Dice este magistrado: «En una sala del Palacio de Justicia delante de aquella en la que yo me sentaba, varias desafortunadas personas perseguidas por la facción estaban siendo juzgadas, y cada testimonio tendiendo a su condena era aplaudida con gritos de ¡Vive le Roi! Tres veces se hizo tan terrible la explosión de este terrible gozo que fue necesario llamar refuerzos de los cuarteles, y doscientos soldados eran a menudo insuficientes para refrenar a la multitud. De repente redoblaron los gritos y clamores de ¡Vive le Roi!: Llegaba un hombre, vitoreado, aplaudido, llevado en era el terrible Truphemy. Se acercó al tribunal.
Había venido a testificar contra los prisioneros. Fue admitido como testigo... ¡Levantó la mano para que le tomaran juramento! Sobrecogido de horror ante aquel espectáculo, me precipité fuera de mi asiento, y entré en la sala de consejo. Me siguieron mis colegas; en vano me quisieron persuadir para que volviera a mi asiento. «¡No!», exclamé, «¡No voy a consentir que este miserable sea admitido para dar testimonio ante una corte de justicia en la ciudad a la que ha llenado de asesinatos; en el palacio, en cuyas escalinatas ha asesinado al desafortunado Burillon. No puedo admitir que remate a sus víctimas con sus testimonios como con su puñal. ¡El un acusador!
¡El, testigo! No, jamás consentiré que este monstruo se levante en presencia de magistrados para dar un juramento sacrílego, con sus manos aún teñidas de sangre!» Estas palabras fueron repetidas fuera de la puerta; los testigos temblaron; los facciosos temblaron también; los facciosos que guiaban la lengua de Truphemy como habían guiado su brazo, que le dictaban calumnia tras haberle enseñado a asesinar. Estas palabras penetraron en los calabozos de los condenados, e inspiraron esperanza; dieron a otro valiente abogado la resolución de asumir la causa de los perseguidos; llevó las oraciones de inocencia y desgracia al pie del trono; allí preguntó si la evidencia de un Truphemy no era suficiente para anular una sentencia. El rey concedió un perdón pleno y libre.»

RESOLUCIÓN FINAL DE LAS PROTESTANTES EN NIMES

Con respecto a la conducta de los protestantes, estos ciudadanos tan perseguidos, llevados a un extremado sufrimiento por sus perseguidores, sintieron al final que sólo les quedaba escoger la manera de morir. Decidieron unánimemente que morirían luchando en defensa propia. Esta firme actitud hizo ver a sus perseguidores que ya no podrían asesinar impunemente. Todo cambió de inmediato. Aquellos que durante cuatro años habían llenado a otros con terror, ahora lo sintieron ellos.
Temblaban ante la fuerza que hombres, tanto tiempo resignados, hallaban en la desesperación, y su alarma se intensificó cuando supieron que los habitantes de las Cevennes, convencidos del peligro en que se hallaban sus hermanos, estaban dirigiéndose allí en auxilio de ellos. Pero, sin esperar la llegada de estos refuerzos, los protestantes aparecieron de noche en el mismo orden y armados de la misma manera que sus enemigos.
Los otros desfilaban por los Boulevards, con su usual ruido y furia, pero los protestantes se quedaron callados y firmes en los puestos que habían tomado. Tres días continuaron estos peligrosos y ominosos encuentros, pero se impidió el derramamiento de sangre por los esfuerzos de algunos dignos ciudadanos distinguidos por su rango y fortuna. Al compartir los peligros de la población protestante, obtuvieron el perdón para un enemigo que ahora temblaba mientras amenazaba.

LAS MISIONES AMERICANAS

El comienzo de las misiones americanas en el extranjero

Samuel J. Milss, mientras era estudiante en Williams College, reunió a su alrededor a un grupo de compañeros estudiantes, sintiendo todos la carga del gran mundo pagano. Un día en 1806, cuatro de ellos, alcanzados por una tempestad, se refugiaron bajo la cubierta de un pajar. Pasaron la noche en oración por la salvación del mundo, y resolvieron, si había oportunidad para ello, ir ellos mismos como misioneros. Esta «reunión de oración del pajar» se hizo histórica.
Estos jóvenes fueron posteriormente al Seminario Teológico de Andover, donde se unió a ellos Adoniram Judson. Cuatro de ellos enviaron una petición a la Asociación Congregacional de Massachusetts en Bradford, del 29 de junio de 1810, ofreciéndose como misioneros y preguntando si podrían esperar el apoyo de una sociedad en este país, o si debían solicitarlo a una sociedad británica. Como respuesta a este llamamiento, se constituyó la Junta Americana de Comisionados para Misiones Extranjeras.
Cuando se solicitó un estatuto para la Junta, un alma incrédula objetó desde los bancos de los legisladores, alegando, en oposición a la petición, que el país tenía una cantidad tan pequeña de cristianos que no se podía prescindir de ninguno para exportación; pero otro, que estaba dotado de una constitución más optimista, le recordó que se trataba de un bien que cuanto más se exportara, tanto más aumentaría en la patria. Hubo mucha perplejidad acerca de la planificación y de los aspectos financieros, por lo que Judson fue enviado a Inglaterra para conferenciar con la Sociedad de Londres en cuanto a la factibilidad de la cooperación de las dos organizaciones para enviar y sostener a los candidatos, pero este plan quedó en nada. Al final se consiguió suficiente dinero, y en febrero de 1812 zarparon para oriente los primeros misioneros de la Junta Americana. El señor Judson iba acompañado de su mujer, habiéndose casado con Ann Hasseltine poco antes de emprender el viaje.
Durante la larga travesía, el señor y la señora Judson y el señor Rice fueron llevados de alguna manera a revisar sus convicciones acerca del modo apropiado del bautismo, llegando a la conclusión de que sólo era válida la inmersión, y fueron rebautizados por Carey poco después de llegar a Calcuta. Este paso necesariamente cortó su relación con el cuerpo que les había enviado, y los dejó sin apoyo.
El señor Rice volvió a América para informar de esta circunstancia a los hermanos bautistas. Ellos contemplaron la situación como resultado de una acción de la Providencia, y planearon anhelantes aceptar la responsabilidad que les había sido echada encima. Así, se formó la Unión Misionera Bautista. De esta manera el señor Judson fue quien dio ocasión a la organización de dos grandes sociedades misioneras.

LA PERSECUCIÓN DEL DOCTOR JUDSON

Después de trabajar por un tiempo en el Indostán, el doctor y la señora Judson se establecieron por fin en el Imperio Birmano en 1813. En 1824 estalló una guerra entre la Compañía de las Indias Orientales y el emperador de Birmania. El doctor y la señora Judson y el doctor Price, que estaban en Ava, la capital del Imperio Birmano, fueron, al comenzar la guerra, arrestados de inmediato y encerrados por varios meses. El relato de los sufrimientos de los misioneros fue escrito por la señora Judson, y aparece en sus propias palabras.

«RANGÚN, 26 DE MAYO DE 1826.

«Mi querido hermano» Comienzo esta carta con la intención de darte los detalles de nuestro cautiverio y sufrimientos en Ava. La conclusión de esta carta determinará hasta cuando mi paciencia me permitirá recordar escenas desagradables y horrorosas. Había mantenido un diario con todo lo que había sucedido desde nuestra llegada a Ava, pero lo destruí al comenzar nuestras dificultades.
EI primer conocimiento seguro que tuvimos de la declaración de guerra por parte de los birmanos fue al llegar a Tsenpyu-kywon, a unas cien millas a este lado de Ava, donde habían acampado parte de las tropas, bajo el mando del célebre Bandula. Siguiendo nuestro viaje, nos encontramos con el mismo Bandula, con el resto de sus tropas, regiamente equipado, sentado en su barcaza dorada, y rodeado por una flota de barcos de guerra de oro, uno de los cuales fue mandado en el acto al otro lado del río para interpelarnos y hacemos todas las preguntas necesarias. Se nos permitió proseguir tranquilamente cuando el mensajero fue informado que éramos americanos, no ingleses, y que íbamos a Ava en obediencia al gobierno de su Majestad.
Al llegar a la capital, encontramos que el doctor Price estaba fuera de favor ante la corte, y que allí había más sospechas contra los extranjeros que en Ava. Tu hermano visitó dos o tres veces el palacio, pero encontró que el talante del rey para con él era muy diferente al que había sido anteriormente; y la reina, que antes había expresado deseos por mi pronta llegada, no preguntó ahora por mí, ni indicó deseo alguno de verme. Consiguientemente, no hice esfuerzo alguno por visitar el palacio, aunque era invitada casi a diario a visitar algunos de los parientes de la familia real, que vivían en sus propias casas, fuera del recinto de palacio. Bajo estas circunstancias, creímos que lo más prudente sería proseguir nuestra intención original de construir una casa y de iniciar las operaciones misioneras según hubiera oportunidad, tratando así de convencer al gobierno de que no teníamos nada que ver con la actual guerra.
Dos o tres semanas después de nuestra llegada, el rey, la reina, todos los miembros de la familia real y la mayor parte de los oficiales del gobierno volvieron a Amarapora, a fin de acudir y tomar posesión del nuevo palacio en la forma acostumbrada.
No me atreveré a describir este espléndido día, cuando su majestad entró, con toda la gloria que le acompañaba, por las puertas de la ciudad dorada y puedo decir que entre las aclamaciones de millones, tomó posesión del palacio. Los saupwars de las provincias fronterizas con China, todos los virreyes y altos oficiales del reino estaban reunidos para la ocasión, vestidos en sus ropajes de estado, y adornados con la insignia de su oficio. El elefante blanco, ricamente ornamentado con oro y joyas, era uno de los objetos más hermosos en la procesión.
Sólo el rey y la reina estaban sin adornar, vestidos en la simple vestimenta del país; entraron, tomándose la mano, en el jardín en el que habíamos tomado asiento, y donde se preparó un banquete para su refrigerio. Todas las riquezas y la gloria del imperio fueron exhibidas aquel día. El número y el inmenso tamaño de los elefantes, los numerosos caballos, y la gran variedad de vehículos de toda descripción, sobrepasó con mucho a todo lo que había jamás visto o imaginado. Poco después que su majestad hubiera tomado posesión del nuevo palacio, se dio orden de que no se permitiera entrar a ningún extranjero, excepto a Lansago. Nos sentimos algo alarmados ante esto, pero concluimos que era por motivos políticos, y que quizá no nos afectaría de manera esencial.
Durante varias semanas no sucedió nada alarmante para nosotros, y proseguimos con nuestra escuela. El señor Judson predicaba cada domingo, habíamos conseguido todos los materiales para construir una casa de ladrillos, y los albañiles habían hecho considerable avance en la construcción del edificio.
»El veintitrés de mayo de 1824, cuando acabábamos nuestro culto en casa del doctor, al otro lado del río, llegó un mensajero para decirnos que Rangún había sido tomada por los ingleses. El conocimiento de esto nos produjo un choque en el que había una mezcla de gozo y de temor. El señor Gouger, un joven comerciante residente en Ava, estaba entonces con nosotros, y tenía más razones para temer que el resto de nosotros Sin embargo, todos volvimos de inmediato a nuestra casa y comenzamos a considerar qué debíamos hacer. El señor G. fue a ver al Príncipe Thar-yar-wadi, el hermano más influyente del rey, que le informó que no debía temer nada, pues él ya había tocado esta cuestión con su majestad, que había contestado que «los pocos extranjeros que había en Ava no tenían nada que ver con la guerra, y no debían ser molestados.»
El gobierno estaba ahora en pleno movimiento. Un ejército de diez o doce mil hombres, bajo el mando de Kyi-wun-gyi, fue enviado al cabo de tres o cuatro días, a los que se debía unir Sakyer-wun-gyi, que había sido anteriormente designado virrey de Rangún y que estaba de camino hacia allí cuando le llegaron las noticias del ataque. No había dudas acerca de la derrota de los ingleses; el único temor del rey era que los extranjeros supieran el avance de las tropas birmanas, y que pudieran alarmarse tanto que huyeran a bordo de sus barcos y se fueran, antes que hubiera tiempo de tomarlos y someterlos a esclavitud.
«Traedme», dijo un salvaje joven de palacio, «seis kala pyu» (extranjeros blancos para que remen mi barca»; «y para mi,» dijo la dama de Wun-gyi, «enviadme cuatro extranjeros blancos para que dirijan los negocios de mi casa, porque sé que son siervos de fiar.» Las barcas de guerra, con gran moral, pasaron delante de nuestra casa, cantando y danzando los soldados, y dando muestras del mayor regocijo. ¡Pobres chicos!, dijimos nosotros; probablemente nunca volveréis a danzar. Y así fue, porque pocos, o ninguno, volvieron a ver su casa natal.
Al final el señor Judson y el doctor Price fueron llamados a un tribunal de interrogatorios, donde se les hizo una estricta indagación acerca de lo que sabían. La gran cuestión parecía ser si habían tenido el hábito de comunicarse con extranjeros acerca del estado del país, etc. Ellos respondieron que siempre habían tenido la costumbre de escribir a sus amigos en América, pero que no tenían correspondencia con oficiales ingleses ni con el gobierno de Bengala. Después de ser interrogados, no fueron encerrados, como lo habían sido los ingleses, sino que se les permitió volver a sus casas.
Al examinar las cuentas del señor G., se encontró que el señor J. y el doctor Price habían recibido sumas considerables de dinero de su parte. Ignorando como ignoraban los birmanos la manera en que recibíamos el dinero, por órdenes desde Bengala, esta circunstancia fue suficiente evidencia para sus mentes desconfiadas de que los misioneros estaban a sueldo de los ingleses, y que muy probablemente eran espías. Así se presentó la cuestión ante el rey, que enfurecido ordenó el arresto inmediato de los «dos maestros».
El ocho de junio, mientras nos preparábamos para la comida, entró precipitadamente un oficial, que tenía un libro negro, con una docena de birmanos, acompañados por uno al que, por su cara con manchas, supimos que era un verdugo e «hijo de la prisión». «¿Dónde está el maestro?» fue la primera pregunta. El señor Judson se presentó. «Eres llamado por el rey», le dijo el oficial; ésta es una frase que siempre se emplea cuando se va a arrestar a un criminal. El hombre con las manchas de inmediato se apoderó del señor Judson, lo echó al suelo, y sacó la cuerda pequeña, el instrumento de tortura. Lo tomé del brazo: «Deténgase», le dije, «le daré dinero». «Arréstala también a ella», dijo el oficial; «también es extranjera». El señor Judson, con una mirada implorante, rogó que me dejaran hasta que recibieran nuevas órdenes. La escena era ahora chocante más allá de toda descripción.
Todo el vecindario se había reunido los albañiles trabajando en la casa de ladrillos tiraron las herramientas y corrieron los niñitos birmanos estaban chillando y llorando los criados bengalíes se quedaron inmóviles al ver las indignidades cometidas contra su patrón y el endurecido verdugo, con gozo infernal, apretó las cuerdas, atando firmemente al señor Judson, y lo arrastró, no sabía yo a dónde. En vano rogué y supliqué a aquella cara manchada que tomara la plata y que aflojara las cuerdas, sino que escarneció mis ofrecimientos, y se fue de inmediato. Sin embargo, di dinero a Mounglng para que los siguiera, y volviera a intentar mitigar la tortura del señor Judson; pero en lugar de tener éxito, cuando se vieron a una distancia de la casa, aquellos insensibles hombres volvieron a echar al preso en tierra, y apretaron aún más las cuerdas, de manera que casi le impedían respirar.
«El oficial y su grupo se dirigieron a la corte de justicia, donde estaban reunidos el gobernador de la ciudad y los oficiales, uno de los cuales leyó la orden del rey que el señor Judson fuera echado en la prisión de muerte, a la que pronto fue echado, la puerta cerrada y Moung Ing no vio ya más. ¡Qué noche fue aquella! Me retiré a mi habitación, y traté de lograr consuelo presentando mi causa a Dios, e implorando fortaleza y fuerzas para sufrir lo que me esperara.
Pero no me fue concedido mucho tiempo el consuelo de la soledad, porque el magistrado del lugar había venido a la galería, y me estaba llamando para que saliera y me sometiera a su interrogatorio. Pero antes de salir destruí todas mis cartas, diarios y escritos de todo tipo, por si revelaban el hecho de que teníamos corresponsales en Inglaterra, y donde yo había registrado todos los acontecimientos desde nuestra llegada al país. Cuando hube terminado esta obra de destrucción, salí y me sometí al interrogatorio del magistrado, que indagó de manera muy detallada acerca de todo lo que yo sabía; luego ordenó que fueran cerrados los portones de las instalaciones, que no se permitiera entrar ni salir a nadie, puso una guardia de diez esbirros, a los que les dio orden estricta de guardarme con seguridad, y se fue.

TRASLADO DE LOS PRESOS A OUNG-PEN-LA SEÑORA JUDSON LOS SIGUE

A pesar de la orden que el gobernador había dado para mi admisión en la cárcel, fue con la mayor dificultad que pude persuadir al sub carcelero que abriera la verja. Solía llevar yo misma la comida para el señor Judson, para poder entrar, y luego me quedaba una o dos horas, a no ser que me echaran. Habíamos disfrutado de esta cómoda situación sólo dos o tres días cuando una mañana, habiendo entrado el desayuno del señor Judson, el cual, debido a la fiebre, no pudo tomar, me quedé más tiempo de lo usual; entonces el gobernador mandó llamarme con mucho apremio. Le prometí volver tan pronto como supiera cuáles eran los deseos del gobernador, siendo que él estaba muy alarmado ante este insólito mensaje.
Me sentí por tanto agradablemente aliviada cuando el gobernador me dijo que sólo me quería preguntar acerca de su reloj de pulsera, y pareció inusitadamente placentero y conversador. Después descubrí que su única intención había sido retenerme hasta que terminara la terrible escena que estaba a punto de tener lugar en la cárcel. Porque cuando lo dejé para ir a mi estancia, uno de los criados vino corriendo, y con rostro empalidecido me dijo que todos los presos blancos estaban siendo trasladados.
No quería creer la información, pero en el acto fui de vuelta al gobernador, que me dijo que acababa de saberlo, pero que no quería decírmelo. Salí precipitadamente a la calle, esperando poder tener un atisbo de ellos antes que desaparecieran de mi vista, pero en vano. Corrí primero a una calle, luego a otra, preguntando a todos los que vela, pero nadie me quería responder. Finalmente, una anciana me dijo que los presos blancos se habían dirigido al riachuelo; porque habían de ser llevados a Amarapora.
Luego fui corriendo a la ribera del riachuelo, que estaba a una media milla, pero no los encontré. Luego volví a ver al gobernador, para preguntarle la causa de este traslado, y la probabilidad de su suerte futura. El anciano me aseguró que desconocía la intención del gobierno de trasladar a los presos hasta aquella mañana. Que desde que yo me había ido, él se había enterado que los presos habían sido enviados a Amarapora; pero no sabía con qué propósito. «Enviaré a un hombre de inmediato para ver qué es lo que debe hacerse con ellos. No puede hacer nada más por su marido», prosiguió él: Tenga cuidado de usted misma.
Nunca antes había sentido tanto temor al atravesar las calles de Ava. Las últimas palabras del gobernador, «Tenga cuidado de usted misma», me hacían sospechar que había algún designio que yo desconocía. Vi también que tenía miedo de hacerme ir por las calles, y me aconsejó que esperara hasta que fuera oscuro, y me enviaría en un carro, y un hombre para abrir las puertas. Tomé dos o tres baúles con los artículos más valiosos, junto con el baúl de las medicinas, para depositario todo en casa del gobernador; y después de confiar la casa y las instalaciones a nuestro fiel Moung Ing y a un criado bengalí, que continuaba con nosotros (aunque no podíamos pagarle su sueldo), me despedí, como entonces pensaba probable, para siempre de nuestra casa en Ava.
»El día era terriblemente caluroso, pero obtuvimos un barco cubierto, en el que estábamos tolerablemente cómodos, y llegamos hasta unas dos millas de la casa de gobierno. Luego me procuré un carro; pero las violentas sacudidas, junto con el terrible calor y el polvo, casi me enajenaron. ¡Y cuál fue mi frustración cuando llegué al edilicio de la corte de justicia, y descubrí que los presos habían sido ya enviados fuera hacía dos horas, y que tenía que ir de manera tan incómoda cuatro millas más con la pequeña María en mis brazos, a la que había sostenido todo el camino desde Ava! El carretero rehusó proseguir, y después de esperar una hora bajo el ardiente sol, conseguí otro, y me dirigí hacia aquel lugar que jamás podré olvidar, Oung-pen-la. Obtuve un guía de parte del gobernador, y me condujeron directamente al patio de la prisión.
¡Pero qué escena de miseria vi delante de mis ojos! La cárcel era un viejo edificio en ruinas, sin tejado; la valla estaba totalmente destruida; ocho o diez birmanos estaban encima del edilicio, tratando de hacer algo semejante a un refugio con las hojas, mientras que bajo una pequeña protección fuera de la cárcel se encontraban los extranjeros, encadenados juntos de dos en dos, casi muertos de sufrimiento y cansancio. Las primeras palabras de tu hermano fueron: «¿Por qué has venido? Esperaba que no me seguirías, porque no puedes vivir aquí».
Había oscurecido ahora. No tenía refrigerio para los sufrientes presos ni para mí misma, por cuanto había esperado conseguir todo lo necesario en el mercado de Amarapora, y no tenía refugio para la noche. Le pedí a uno de los carceleros si podía levantar una pequeña casa de bambú cerca de los presos; «No, no es la costumbre», me respondió él. Entonces le rogué que me procurara un refugio para la noche, y por la mañana me buscaría un alojamiento.
Me llevó a su casa, en la que sólo había dos estancias pequeñas; en una vivía él con su familia; la otra, que estaba entonces medio llena de grano, me la ofreció; y en aquella sucia habitacioncilla pasé los siguientes seis meses de miseria. Conseguí algo de agua medio hervida, en lugar de mi té, y vencida por la fatiga me eché sobre una estera extendida sobre el arroz, y traté de tener algo de descanso durmiendo. A la mañana siguiente tu hermano me contó lo que sigue acerca del brutal tratamiento que había recibido al ser sacado de la cárcel.
»Tan pronto como hube salido por la llamada del gobernador, uno de los carceleros se precipitó a la pequeña estancia del señor Judson, lo tomó violentamente del brazo, lo sacó afuera, lo desnudó de su ropa excepto por la camisa y los pantalones, tomó sus zapatos, y sombrero y toda su ropa de cama, le quitó las cadenas, le ató una cuerda alrededor de la cintura, lo arrastró a la casa del tribunal, adonde habían sido antes llevados los otros presos. Fueron luego atados de dos en dos y entregados en manos del Lamine Wun, que fue delante de ellos a caballo, mientras sus esclavos conducían a los presos, sosteniendo cada esclavo una cuerda que ataba a dos presos juntos. Esto sucedió en mayo, uno de los meses más calurosos del año, y a las once de la mañana, con lo que el sol era verdaderamente intolerable.
Habían caminado sólo media milla cuando los pies de tu hermano quedaron llenos de ampollas, y tan grande era su agonía, incluso en una etapa tan temprana del viaje, que al pasar el riachuelo anhelaba echarse al agua para librarse de sus sufrimientos. Sólo se lo impidió la culpa unida a tal acción. Les quedaban ocho millas de camino. La arena y la grava eran como carbones encendidos para los pies de los presos, que pronto quedaron despellejados; en este mísero estado fueron azuzados por sus implacables conductores. El estado de debilidad del señor Judson, a causa de la fiebre, y al no haber tomado alimentos por la mañana, lo hacía menos capaz de soportar aquellas dificultades que los otros presos.
A medio camino se detuvieron para beber, y tu hermano le rogó al Lamine Wun que le permitiera ir en su caballo por una o dos millas, porque no podía seguir en aquel terrible estado. Pero la única contestación que recibió fue una mirada maligna. Luego le pidió al Capitán Laird, que estaba atado con él, que le permitiera sostenerse en su hombro, porque se estaba derrumbando. Esto se lo concedió aquel gentil hombre por una o dos millas, pero luego encontró insoportable aquella carga añadida. Justo entonces se acercó a ellos el criado bengalí del señor Gouger, y viendo la angustia de tu hermano, se sacó su turbante, que estaba hecho de tejido, lo partió en dos, dio la mitad a su amo, y la mitad al señor Judson, que en el acto lo usó para vendar sus pies heridos, porque no se les permitía descansar ni un momento. El siervo ofreció entonces su hombro al señor Judson, y así le llevó el resto del camino.
»El Lamine Wun, al ver el estado lastimoso de los presos, y que uno de ellos había muerto, decidió que no proseguirían más aquella noche, pues si no hubieran seguido hasta llegar a Oung-pen-la aquel mismo día. Ocuparon un pequeño cubierto aquella noche para descansar, pero sin estera ni cojín, ni nada para cubrirse. La curiosidad de la mujer del Lamine Wun la indujo a visitar a los presos, cuyos sufrimientos suscitaron su compasión, y ordenó que se les diera algo de fruta, azúcar y tamarindos para alimentarlos.
A la mañana siguiente se les preparó arroz, y pobre como era este alimento, fue para refrigerio de los presos, que el día anterior casi no habían tenido alimento alguno. También se prepararon carros para llevarlos, porque ninguno de ellos podía caminar Durante todo este tiempo los extranjeros desconocían totalmente qué iba a suceder con ellos; cuando llegaron a Oung-pen-la y vieron el estado de mina de la cárcel, todos, unánimes, llegaron a la conclusión de que iban a ser quemados, según un rumor que antes había circulado por Ava. Todos comenzaron a prepararse para el terrible fin que esperaban, y no fue hasta que vieron preparativos para reparar la cárcel que comenzaron a perder la terrible certidumbre de una muerte cruel y lenta. Mi llegada tuvo lugar una o dos horas después de esto.
A la mañana siguiente me levanté y traté de encontrar algo de comida. Pero no había mercado, y no se podía conseguir nada. Sin embargo, uno de los amigos del doctor Price había traído algo de arroz frío y de curry desde Amarapora, lo que, junto con una taza de té del señor Lansago, sirvió de desayuno para los presos; para comer, hicimos un curry de pescado salado seco, que había traído un criado del señor Couger Todo el dinero que tenía en este mundo lo había traído conmigo, escondido por mis vestidos; así que podrás juzgar cuáles eran nuestras perspectivas en caso de que la guerra se prolongara mucho.
Pero nuestro Padre celestial demostró ser mejor para nosotros que nuestros temores, porque, a pesar de las constantes extorsiones de los carceleros durante los seis meses que estuvimos en Oung-pen-la, y de las frecuentes carencias a las que estuvimos sometidos, nunca sufrimos realmente por falta de dinero, aunque sí frecuentemente por falta de provisiones, que no podíamos procuramos.
Aquí en este lugar comenzaron mis sufrimientos físicos personales. Mientras tu hermano estaba encerrado en la prisión de la ciudad, me habían permitido quedarme en nuestra casa, donde me quedaban muchas comodidades, y donde mi salud había continuado buena más allá de todas las expectativas. Pero ahora no tenía yo ninguna comodidad; ni siquiera una silla ni asiento de tipo alguno, excepto el suelo de bambú. La misma mañana después de mi llegada, Mary Hasseltine cayó enferma de viruela, de manera normal. Ella, aunque era muy joven, era la única ayuda de que yo disponía para cuidar a la pequeña María. Pero ella demandaba ahora todo el tiempo que yo podía dedicarle al señor Judson, que seguía con fiebre en la cárcel, y cuyos pies estaban tan terriblemente estropeados que durante varios días fue incapaz de moverse.
No sabía qué hacer, porque no podía conseguir asistencia de los vecinos, ni medicina para los enfermos, sino que estaba todo el día yendo de la casa a la cárcel con la pequeña María en brazos. A veces me sentía muy aliviada dejándola durmiendo durante una hora al lado de su padre, mientras volvía a casa para cuidarme de Mary, que tenía una fiebre tan alta que deliraba. Estaba tan cubierta de viruela que no se distinguía entre las pústulas. Como estaba en la misma habitación que yo, sabía que María se contagiaría. Por ello, se la inoculé de otro niño, antes que la de Mary llegara al estado de ser contagiosa. Al mismo tiempo inoculé a Abby y a los niños del carcelero, y todos la tuvieron tan leve que ni interrumpió sus juegos. Pero la inoculación en el brazo de mi pobre pequeña María no prendió; se contagió de Mary, y la sufrió de manera normal. Entonces sólo tenía tres meses y medio, y habría sido una niña muy saludable; pero tardó tres meses antes de recuperarse totalmente de los efectos de esta terrible enfermedad.
Recordarás que yo nunca había tenido la viruela, sino que había sido vacunada antes de salir de América. Como consecuencia de estar expuesta tanto tiempo a ella, se me formaron casi cien pústulas, aunque sin síntomas previos de fiebre, etc. Al tener los niños del carcelero la enfermedad en forma tan leve, como consecuencia de la inoculación, mi fama se extendió por todo el pueblo, y me trajeron a todos los niños, pequeños y mayores, que aún no la habían tenido, para que los inoculara. Y aunque yo no sabía nada de la enfermedad, ni la forma de tratarla, los inoculé a todos con una aguja, y les mandé que tuvieran cuidado con sus comidas; éstas fueron todas las instrucciones que les pude dar. El señor Judson fue mejorando de salud, y se encontró mucho más cómodamente situado que cuando estaba en la prisión de la ciudad.
Los presos fueron al principio encadenados de dos en dos; pero tan pronto como los carceleros pudieron conseguir suficientes cadenas, fueron separados, y cada preso tuvo sólo dos cadenas. La cárcel fue reparada, se hizo una nueva valla, y se erigió un gran y aireado cubierto delante de la cárcel, en donde se les permitía estar a los presos durante el día, aunque eran encerrados en la pequeña y atestada cárcel por la noche. Todos los niños se recuperaron de la viruela; pero mis velas y mi fatiga, junto con mi pobre comida, y más mísero alojamiento, trajo sobre mí una de las enfermedades del país, que casi siempre es fatal para los extranjeros.»
Mi constitución parecía destruida, y en pocos días quedé tan debilitada que apenas si podía caminar a la prisión del señor Judson. En este estado debilitado, me dirigí en carro a Ava para conseguir medicinas, y algún alimento apropiado, dejando al cocinero para que tomara mi lugar. Llegué sana y salva a casa, y durante dos o tres días la enfermedad parecía detenida; después de ello me volvió a atacar violentamente, de manera que no me quedaron esperanzas de recuperarme; mi ansiedad era ahora volver a Oung-pen-la para morir cerca de la prisión. Fue con gran dificultad que recuperé el baúl de medicinas de manos del gobernador, y entonces no tuve a nadie para administrar medicinas. Sin embargo, conseguí láudano, y tomando dos gotas cada vez durante varias horas, me detuvo la enfermedad hasta el punto de posibilitarme subir a bordo de un barco, aunque tan débil que no podía mantenerme en pie, y de nuevo me dirigí a Oung-pen-Ta.
Las últimas cuatro horas del viaje fueron penosas, en carro, y en medio de la estación lluviosa, cuando el fango casi entierra a los bueyes. Para que te formes una idea de un carro birmano, te diré que sus ruedas no están construidas como las nuestras, sino que son simplemente tablones redondos gruesos con un agujero en medio, a través del que pasa una estaca que sostiene la plataforma.
Apenas si llegué a Oung-pen-la cuando pareció corno si se hubieran agotado todas mis fuerzas. El buen cocinero nativo salió a ayudarme a entrar a la casa, pero mi apariencia estaba tan alterada y demacrada que el pobre hombre prorrumpió en llanto al verme. Me arrastré sobre la estera en la pequeña estancia, en la que estuve encerrada durante más de dos meses, y nunca me recuperé perfectamente hasta que llegué al campamento inglés.
En este período, cuando me vi incapaz de cuidarme a mí misma, o de cuidar al señor Judson, los dos hubiéramos muerto, si no hubiera sido por el fiel y afectuoso cuidado de nuestro cocinero bengalí. Un cocinero bengalí normal no está dispuesto a hacer nada más que la actividad simple de cocinar; pero pareció olvidar su casta, y casi sus propias necesidades, en sus esfuerzos por salvarnos. Procuraba, cocinaba y llevaba la comida de tu hermano, y luego volvía y se cuidaba de mí. He sabido que frecuentemente no tomaba comida hasta el anochecer, a causa de tener que ir tan lejos para conseguir leña y agua, y a fin de tener la comida del señor Judson lista a la hora acostumbrada.
Nunca se quejó; nunca pidió su paga, y nunca lo dudó un instante por ir a donde fuera, ni por actuar de la manera que deseáramos. Tengo gran agrado en hablar de la fiel conducta de este criado, que sigue estando con nosotros, y confío en que ha sido bien recompensado por sus servicios.
Nuestra pequeña María fue la que más sufrió en este tiempo, al privarla mi enfermedad de su alimento usual, y no pudimos conseguir ni una nodriza ni una gota de leche en el pueblo; haciendo presentes a los carceleros, conseguí permiso para que el señor Judson saliera de la cárcel y llevara a la demacrada pequeña por el pueblo, para rogar algo de aliento de aquellas madres que tuvieran pequeños. Sus lloros en medio de la noche eran para partir el corazón, pero era imposible suplir sus necesidades. Ahora comencé a pensar que habían caído sobre mí las aflicciones de Job. Cuando estaba con salud pude soportar las varias vicisitudes y pruebas que fui llamada a soportar.
Pero estar encerrada enferma e incapaz de ayudar a mis seres queridos, cuando estaban angustiados, era casi más de lo que podía sobrellevar; y si no hubiera sido por los consuelos de la religión, y por una convicción total de que cada prueba adicional estaba ordenada por un amor y una misericordia infinitos, me hubiera hundido ante la acumulación de sufrimientos. A veces nuestros carceleros parecían algo suavizados ante nuestros sufrimientos, y durante varios días dejaron que el señor Judson viniera a casa, lo que era para mí un indecible consuelo. Luego volvían a mostrarse con un duro corazón en sus exigencias corno si estuviéramos libres de sufrimientos, y en circunstancias de abundancia. La irritación, las extorsiones, y las opresiones a las que nos vimos sometidos durante nuestros seis meses de estancia en Oung-pen-la están más allá de toda enumeración o descripción.
Finalmente llegó el tiempo de nuestra liberación de aquel odioso lugar, la cárcel de Oung-pen-la. Llegó un mensajero de nuestro amigo, el gobernador de la puerta norte de palacio, que era anteriormente Kung-tone, Myou-tsa, informándonos que se había dado una orden en palacio, la noche anterior, para la liberación del señor Judson. Aquella misma noche llegó una orden oficial; y con el corazón gozoso comencé a preparar nuestra partida para la siguiente mañana. Pero hubo un estorbo imprevisto, que nos hizo temer que yo debiera continuar siendo retenida como prisionera.
Los avariciosos carceleros, mal dispuestos a perder su presa, insistieron en que mi nombre no estaba incluido en la orden, y que yo no debía partir. En vano insistí en que yo no había sido enviada allí como presa, y que ellos no tenían autoridad alguna sobre mí; siguieron decididos a que no me fuera, y prohibieron a los del pueblo que me dejaran un carro. El señor Judson fue entonces sacado de la cárcel, y llevado a la casa del carcelero, donde, con promesas y amenazas, consiguió finalmente su consentimiento, a condición que dejáramos la parte restante de nuestras provisiones que habíamos recibido recientemente de Ava.
Era mediodía cuando nos permitieron partir. Cuando llegamos a Amarapora, el señor Judson se vio obligado a seguir la conducción del carcelero, que lo llevó al gobernador de la ciudad. Tras haber hecho todas las indagaciones pertinentes, el gobernador designó otra guardia, que llevó al señor Judson al tribunal de Ava, lugar al que llegó en algún momento de la noche. Yo emprendí mi propio viaje, torné un barco, y llegué a casa antes de hacerse oscuro.
Mi primer objeto a la mañana siguiente fue ir a buscar a tu hermano, y tuve la mortificación de encontrarlo de nuevo en prisión, aunque no la prisión de muerte. Fui de inmediato a ver a mi antiguo amigo el gobernador de la ciudad, que ahora había ascendido al rango de Wun-gye. Este me informó que el señor Judson debía ser enviado al campamento birmano, para actuar como traductor e intérprete, y que estaba confinado sólo durante un tiempo, mientras se solucionaran sus asuntos.
Temprano a la mañana siguiente fui a ver de nuevo a este oficial, que me dijo que en aquellos momentos el señor Judson había recibido veinte tickals del gobierno, con órdenes de ir inmediatamente a un barco dirigido a Maloun, y que le había dado permiso para detenerse unos momentos en la casa, que le tomaba de camino. Me apresuré a ir de nuevo a la casa, adonde pronto llegó el señor Judson. Pero sólo se le permitió quedarse un breve tiempo, mientras yo le preparaba comida y ropa para uso futuro.
Fue puesto en una barca pequeña, donde no tenía sitio ni para tumbarse, y donde su exposición a las frías y húmedas noches le causó una violenta fiebre, que casi puso fin a todos sus sufrimientos. Llegó a Maloun al tercer día, donde, enfermo como estaba, fue obligado a comenzar de inmediato el trabajo de traducir. Se quedó seis semanas en Maloun, sufriendo tanto como había sufrido durante el tiempo en que había estado encarcelado, aunque no estaba puesto en hierros, ni expuesto a los vejámenes de aquellos crueles carceleros.
Durante la primera quincena después de su partida, mi ansiedad fue menor que la que había sufrido en el tiempo anterior, desde el comienzo de nuestras dificultades. Sabía que los oficiales birmanos en el campamento considerarían invaluables los servicios del señor Judson, de manera que no emplearían medidas que amenazasen su vida. Pensé también que su situación sería más cómoda de lo que realmente fue; por esto mi ansiedad fue menor.
Pero mi salud, que nunca se había recuperado desde aquel violento ataque en Oung-pen-la, fue ahora disminuyendo a diario, hasta que caí en la fiebre con manchas, con todos sus horrores. Sabía la naturaleza de esta fiebre desde su comienzo, y a causa del pobre estado de mi constitución, junto con la ausencia de asistentes médicos, estaba convencida de que el desenlace sería fatal. El día que caí enferma, vino una nodriza birmana y ofreció sus servicios para María. Esta circunstancia me llenó de gratitud y confianza en Dios; porque aunque había hecho tantos esfuerzos durante tanto tiempo por conseguir una persona así, nunca había podido. Y en el mismo momento en que más necesitaba una, sin esfuerzo alguno se me hizo un ofrecimiento voluntario.
Mi fiebre me atacó violentamente y sin ceder un momento. Comencé a pensar en arreglar mis asuntos terrenales, y en entregar mi pequeña María al cuidado de la mujer portuguesa, cuando perdí la razón y quedé insensible a todo lo que tenía a mí alrededor. Durante este terrible período, el doctor Price fue liberado de la cárcel, y al oír de mi enfermedad consiguió permiso para venir a verme. Desde entonces me ha contado que mi condición era de lo más terrible que jamás él viera, y que no pensó entonces que yo fuera a sobrevivir muchas horas.
Tenía el cabello afeitado, la cabeza y los pies cubiertos de ampollas, y el doctor Price ordenó al criado bengalí que se cuidaba de mi que tratara de persuadirme a tornar algo de alimento, lo cual yo había rehusado obstinadamente durante varios días. Una de las primeras cosas que recuerdo es ver a este fiel criado de pie a mi lado, tratando de convencerme para que tornara algo de vino y agua. De hecho, estaba tan debilitada que los vecinos birmanos que habían venido a verme dijeron: «Está muerta; y si el rey dé los ángeles entrara aquí, no podría recuperarla».
La fiebre, supe después, estuvo dominándome durante diecisiete días desde la aparición de las ampollas. Ahora comencé a recuperarme lentamente; pero pasó más de un mes antes que tener fuerzas para ponerme en pie. Mientras estaba en este estado de debilidad, el criado que había seguido a tu hermano al campamento birmano llegó y me informó de que su amo había llegado, y que estaba siendo conducido a la corte de justicia en la ciudad. Envié a un birmano a que observara los movimientos del gobierno, y a enterarse, si podía, de qué iban a hacer con el señor Judson.
Pronto volvió y me dijo que había visto al señor Judson salir del patio de palacio, acompañado por dos o tres birmanos, que le llevaban a una de las cárceles en la ciudad; y que se rumoreaba por la ciudad que iba a ser vuelto a enviar a la cárcel de Oung-pen-la. Estaba demasiado débil para oír malas noticias de ningún tipo; pero este golpe tan terrible casi me destrozó del todo.
Durante un tiempo apenas si podía respirar; pero al final recobré suficiente compostura para enviar a nuestro amigo Moung Ing a nuestro amigo, el gobernador de la puerta norte, y le rogué que hiciera otro esfuerzo por obtener la liberación del señor Judson, y que impidiera que fuera enviado de nuevo a la cárcel del campo, donde sabia que sufriría mucho, porque yo no podría seguirlo allí. Moung Ing fue luego en busca del señor Judson, y era ya casi oscuro cuando lo encontró dentro de una oscura prisión. Yo había enviado alimentos a hora temprana en la tarde, pero al no poder encontrarlo, el que la había llevado volvió con ellos, lo que añadió más a mi angustia, porque temía que fuera a ser enviado a Oung-pen-la.
Si jamás había sentido el valor y la eficacia de la oración, la sentí ahora. No podía levantarme de mi lecho; nada podía hacer para conseguir a mi marido; sólo podía rogarle a aquel grande y poderoso Ser que ha dicho: «Invócame en el día de la angustia: Te libraré, y tú me honrarás». Él me hizo sentir en esta ocasión esta promesa de manera tan poderosa que me puse muy serena, sintiendo la certeza de que mis oraciones serían contestadas.
Cuando el señor Judson fue enviado de Maloun a Ava, fue con un plazo de cinco minutos y sin saber la causa. Mientras iba río arriba vio accidentalmente la comunicación que había enviado el gobierno acerca de él, y que sencillamente decía: «No tenemos más necesidad de Judson, y por ello lo devolvemos a la ciudad dorada». Al llegar al tribunal sucedió que no había nadie familiarizado con el señor Judson.
El oficial presidente preguntó acerca de desde dónde había sido enviado a Maloun. Le respondieron que desde Oung-pen-la. «Entonces», dijo el oficial, «que lo devuelvan allí». Fue luego entregado a una guardia, para ser llevado al lugar mencionado, para quedarse allí hasta que pudiera ser conducido a Oung-pen-la. Mientras tanto, el gobernador de la puerta del norte presentó una petición al alto tribunal del imperio, ofreciéndose como garantía de la seguridad del señor Judson, obtuvo su liberación, y lo llevó a su casa, donde lo trató con todas las bondades posibles, y a donde fui yo llevada cuando mi salud mejorada lo permitió.
Fue en un anochecer fresco y con claro de luna, en el mes de marzo, que con corazones llenos de gratitud a Dios, y sobreabundantes de gozo ante nuestras perspectivas, pasamos Irrawaddy río abajo, rodeados por seis u ocho barcas doradas, y acompañados de todas nuestras pertenencias terrenas.
Ahora, por vez primera en un año y medio, sentimos que éramos libres, y ya no más sujetos al opresivo yugo de los birmanos. ¡Y con qué sensación de deleite vi, a la siguiente mañana, los mástiles de un barco de vapor, el seguro presagio de estar dentro del ámbito de la vida civilizada! Tan pronto como nuestra barca llegó a la orilla, el Brigadier A. y otro oficial subieron a bordo, nos felicitaron por nuestra llegada, y nos invitaron a bordo del vapor, donde pasé el resto del día. Mientras tanto, tu hermano iba a ver al general que, con un destacamento del ejército, había acampado en Yandabu, unas pocas millas más río abajo.
El señor Judson volvió por la tarde, con una invitación de Sir Archibald, para que acudiera de inmediato a su residencia, donde me presentaron a la mañana siguiente, y recibida con la mayor gentileza por el general, que había levantado una tienda para nosotros cerca de la suya, y que nos invitó a su mesa, tratándonos con la bondad de un padre más que como extranjeros de otro país.
Durante varios días está sola idea ocupó mi mente de continuo: que estábamos fuera del poder del gobierno birmano, y una vez más bajo la protección de los ingleses. Nuestros sentimientos dictaban de continuo expresiones como ésta: ¿Qué pagaremos a Jehová por todos sus beneficios para con nosotros?
Pronto se concertó el tratado de paz, firmado por ambas partes, y se declaró públicamente el término de las hostilidades. Salimos de Yandabu, después de unas dos semanas de permanencia, y llevamos sanos y salvos a la casa de la misión en Rangún, después de una ausencia de dos años y tres meses.»
A lo largo de todo este sufrimiento se conservó el precioso manuscrito del Nuevo Testamento birmano. Fue puesto en una bolsa y transformado en un cojín duro para el encarcelamiento del doctor Judson. Pero se vio obligado a mostrarse aparentemente descuidado acerca de él, para que los birmanos no pensaran que contenía algo valioso y se lo quitaran. Pero con ayuda de un fiel converso birmano, el manuscrito, que representaba tantos largos días de trabajo, fue guardado a salvo.
Al término de esta larga y trágica narración, podemos dar de manera apropiada el siguiente tributo a la benevolencia y a los talentos de la señora Judson, dado por uno de los presos ingleses que estuvieron encerrados en Ava con el señor Judson. Fue publicado en un diario de Calcuta al término de la guerra:
La señora Judson fue la autora de aquellos elocuentes e intensos alegatos al gobierno que los prepararon gradualmente para la sumisión a las condiciones de paz, que nadie hubiera esperado, conociendo la arrogancia e inflexible soberbia de la corte birmana.
Y hablando de esto, el derramamiento de sentimientos de gratitud, en mi nombre y en el de mis compañeros, me llevan a añadir un tributo de gratitud pública a aquella amable y humanitaria mujer, que, aunque vivía a dos millas de distancia de nuestra cárcel, sin medios de transporte, y con muy precaria salud, olvidó su propia comodidad y debilidad, visitándonos casi cada día, buscándonos y ministrando a nuestras necesidades, y contribuyendo en todas las maneras a aliviar nuestra desgracia.
Mientras fuimos dejados sin alimentos por el gobierno, ella, con una perseverancia infatigable, por unos u otros medios, nos consiguió un constante suministro.
Cuando el estado haraposo de nuestras ropas evidenció la extremidad de nuestra angustia, ella se mostró dispuesta a sustituir nuestro escaso vestuario.
Cuando la insensible avaricia de nuestros guardas nos mantenía en el interior o los llevaba a poner nuestros pies en cepos, ella, como ángel servidor, nunca cesó en sus solicitudes al gobierno, hasta que era autorizada a comunicarnos las gratas noticias de nuestra liberación, o de un respiro de nuestras amargas opresiones.
Además de todo esto, fue desde luego debido, en primer término a la mencionada elocuencia y a las intensas peticiones de la señora Judson, que los mal instruidos birmanos fueron finalmente llevados a la buena disposición de asegurar el bienestar y la dicha de su país con una paz sincera.»

COMIENZOS MISIONEROS

1800. Bautismo del primer convertido de Carey. 1804. Organización de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. 1805. Henry Martyn zarpa hacia la India. 1807. Robert Morrison zarpa para la China. 1808. La reunión del pajar celebrada cerca de Williams College. 1810. Organización de la Junta Americana. 1811. Los Wesleyanos fundan la Misión de Sierra Leona. 1812. Zarpan los primeros misioneros de la Junta Americana. 1816. Organización de la Sociedad Bíblica Americana. 1816. Robert Moffat zarpa hacia África del Sur. 1818. La Sociedad Misionera de Londres penetra en Madagascar. 1819. Organización de la Sociedad Misionera Metodista. 1819. La Junta Americana inaugura la Misión de las Islas Sandwich. 1819. Judson bautiza a su primer convertido birmano.

EPÍLOGO A LA EDICIÓN ORIGINAL

Y concluimos ahora, buenos lectores cristianos, este tratado que nos ocupa, no por falta de materia, sino para más bien abreviar el tema debido a la inmensidad de que trata. Mientras tanto, que la gracia del Señor Jesucristo obre en ti, bondadoso lector, en todas tus diligentes lecturas. Y cuando tengas fe, dedícate de tal manera a leer que por la lectura puedas aprender diariamente a conocer aquello que pueda ser de provecho para tu alma, que te pueda enseñar experiencia, que te pueda armar de paciencia, e instruirte más y más en todo conocimiento espiritual, para tu perfecto consuelo y salvación en Cristo Jesús, nuestro Señor, a quien sea gloria in secula seculorum. Amén. 

OBREROS PEREGRINOS

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La Biblia declara: "Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros" (1 Pedro 3:15). Esto no es simplemente un buen consejo; ¡es un mandamiento de Dios. Determiné que en estos días es especialmente importante que los cristianos puedan dar razón de la esperanza que hay en ellos. Trataría de hacer algo práctico para ayudarlos. Este estudio es el resultado. Los incrédulos y las religiones no cristianas nos hacen desafíos por todas partes. La televisión, los libros, las revistas y las películas colocan nuestra fe en tela de juicio de mil maneras, grandes y pequeñas. Como creyente que adoramos al que es el Logos encarnado, o sea, la lógica de Dios, tenemos que estar preparados para hablar a los que abiertamente se manifiestan antagonistas a los principios básicos de nuestra fe. Pecamos contra Dios cuando nos quedamos en silencio porque no somos capaces de defenderlos.